En los lejanos y felices días de la revista Chesterton y La Gallina Ilustrada escribí este romance que, lamentablemente, no ha perdido actualidad:
Vladimiro de la Rusia,
mi señor don Vladimir,
que naciste en Leningrado
y te apellidas Putín:
Ya de niño te espantaba
ir vestido de civil,
y cambiabas la merienda
por cartuchos de fusil.
Fuiste joven a la mili,
como cada tovarích
(que por ser hijo de viuda
no te libras, como aquí)
Y empezaste tu carrera
sirviendo a todo servir
a la Rusia Comunista
como espía de postín.
Pero pronto descubriste
que el oficio espionil,
con la cosa del Deshielo,
no tenía porvenir.
Y te dijo tu señora:
“No te duermas, Vladimir,
que en la Rusia, al que se duerme,
se le queda frío el pis…”
“Hazle caso a la parienta”,
te dijo Boris Yeltsín
-el del mapa de La Rioja
dibujado en la nariz-
Él te dijo: “¿Qué, te apuntas?”
Tú dijiste: “Da” (Que sí)
Y, de la forma más tonta,
te pasó el poder a ti,
porque al pobre, el higadillo
le decía: “Colorín… Colorado…” Y de repente
¿Quién lo había de decir?
te encontraste Presidente
y ejerciendo de alguacil
del petróleo de Crimea
y del gas de Sajalín….
y del oro de Moscovia
y el armenio perejil…
Hay encima de tu mesa
mil botones o dosmil
que, si aprietas en los pares,
echas al cielo un misil…
y si aprietas en los nones,
sale el coro estudiantil
con bandurrias, balalaika…
y cantando “Katalín”.
Y menudas amistades…
de un aspecto gangsteril
que tu madre, si te viera,
no te deja ni salir:
“¿Dónde vas, Vladimirito?
¿Dónde vas, Vladimirín,
con aquél señor de oscuro
con su funda de violín?”
Y el mundo, claro… te teme:
¿Cómo no te ha de temir…
si eres menos de confianza
que las encuestas del CIS?
Vladimiro de la Rusia,
mi señor don Vladimir:
En tu tierra, el periodista
tiene a veces muy mal fin…
Por lo menos el que larga
cosas feas sobre ti.
(Y hay quien dice que se exporta
de ese gélido país
cierto nuevo condimento
que es difícil digerir:
El Polonio descubierto
por Monsieur y Madame Curíe)
Vladimiro de la Rusia,
mi señor don Vladimir:
Aunque ganes elecciones,
yo me digo para mí…
que te va la Democracia
lo que a don José Stalín.
No sé qué será de Rusia,
pues depende el Hoy de ti
y el Mañana… de tus hijos:
de esos hijos de Putín.
Mientras Oriente gime y, en la Tierra, el viento huele a pólvora y a guerra, los niños duermen mal pensando en ellos: Los Reyes, que se han puesto de camino, siguiendo el resplandor de lo Divino a lomos de magníficos camellos.
Los niños, con el ansia contenida, no saben bien de qué, en su corta vida, esperan, con los ojos muy abiertos. Nosotros nos tenemos por maduros… y, a veces, somos viejos prematuros y, a veces, como niños inexpertos.
Lo adulto es, muchas veces, miopía; ceguera a la alocada fantasía que habita en lo profundo de nosotros. La cruda realidad está tan fría… No quiero ni pensar lo que sería del mundo, Reyes Magos, sin vosotros.
El inmoderado asesino Pérfidus “Bocarte” McFoster se detuvo ante la puerta del Syphilis Saloon, en Pottawatomie Creek, y escupió su mascada de tabaco sobre uno de los huérfanos mestizos que corrían a amarrarle el caballo.
-Cuida de Ripper mientras yo esté dentro, o me haré una fusta con tus tripas.
El cielo estaba encapotado. Negros nubarrones se cernían sobre el condado de Franklin, y el chasquido de un trueno, sucio como un árbol que se parte en dos, rechinó cuando Pérfidus cruzaba la puerta del saloon.
-¡Bourbon, maldita sea! ¡En un vaso limpio!
El camarero, el proscrito Moses Slotnick, buscado en tres Estados por rapto, violación y profanación de cadáveres, tragó saliva y sintió que la camisa no le llegaba al cuerpo.
-En s-seguida, se-señor…
Su hermano Mordecai, exconvicto, pirómano y pederasta, intentó cerrar discretamente la tapa del piano y escabullirse, pero un leve chasquido le apercibió de que McFoster le miraba por el ojo de su 44 Russian.
-Siéntate y toca… Esto parece un funeral. ¡Y lo será, maldita sea! ¡pero no me gustan los funerales tristes!
Pérfidus cogió su botella y fue a sentarse en la mesa del rincón, cuyo único ocupante fue desalojado por el expeditivo método de clavarle la espuela en la pantorrilla.
El pianista, que aprendió los rudimentos del oficio en la penitenciaría de Wichita, atacó un alegre ragtime con la naturalidad de un pastor metodista bailando una polka rápida. McFóster escupió el bourbon y soltó una maldición que no había sido pronunciada desde que los españoles le cortaron la oreja a Jenkins con un cuchillo mal afilado: -¡Qué demonios es eso! ¡Quiero música! ¿Es que no sabes algo mejor?
Mordecai sintió que sus esfínteres estaban a punto de rendirse. En un último esfuerzo por no ceder, sus dedos atacaron el teclado sin dejar que el cerebro interfiriese en el asunto. Una melodía lenta, casi inaudible, fue extendiéndose desde las carcomidas tablas del piano:
♫ ♪ ♪
Silent night, holy night. All is calm, all is bright. Round yon Virgin Mother and Child…
♫ ♪ ♪
Los ojos de Pérfidus fueron abriéndose hasta conferir a su rostro la expresión de un demonio budista, mientras su color cetrino enrojecía hasta lo inverosimil.
Moses, el camarero, sintió que su asquerosa vida tocaba a su fin. Miró a su hermano, concentrado en su tarea suicida. «Maldito seas, Mordecai… Nunca has tocado mejor», pensó para sus adentros, sin preocuparse por el calor húmedo que le bajaba por las perneras.
Primero fue un leve tic en un ojo, el izquierdo, concretamente, que es donde le alcanzó la fusta del hacendado Smithers, al que asaltó y decapitó en Dodge City. Poco a poco, el tic se convirtió en lágrima… y finalmente, ante los ojos incrédulos y pitañosos de los parroquianos del Syphilis Saloon, en Pottawatomie Creek, Kansas, el inmoderado asesino Pérfidus “Bocarte” McFoster se deshizo en llanto como una Magdalena.
De nada le sirvió emprenderla a tiros con el mobiliario, porque todos habían tenido tiempo de sobra para ponerse a salvo, y porque sus ojos enrojecidos no le permitían ver otra cosa que la sombra de su propia ignominia.
Esa noche, el inmoderado asesino Pérfidus McFoster abandonó el pueblo a lomos de Ripper, no sin antes golpear la cabeza del huérfano mestizo con un loonie de oro.
Nadie ha vuelto a verle, pero, cada vez que en Pottawatomie un niño tiene miedo en la oscuridad, le basta canturrear bajito esta canción para dormir en paz:
Defíneme el otoño: La Parca disfrazada de belleza. La muerte engalanada.
Belleza, la hay en él, qué duda cabe… ¿Quién osará negarla bajo la catedral de los hayedos? ¿Quién no verá hermosura serenísima en ese desnudarse de la fronda, la casi voluptuosa –y falsa- inflorescencia del otoño?
Ningún sultán pisara alfombra alguna como la de sus hojas, ni tuvo Kublai Kan gemas preciosas como hay en sus arroyos, engarzadas en plata blanca y verde… ¡Qué alegría, qué intrépida explosión, tan repentina, de rojos, malvas, ocres y amarillos!
Mas, no es aquí la vida lo que estalla, como en la primavera… sino la muerte misma, alegre carrusel de la agonía del reino vegetal.
¿A qué esas galas, pues, oh, muerte inexorable? ¿Qué anuncias tan alegre, sino invierno: la derrota final? ¿De qué te ríes? ¿Qué sabes, muerte, tú, que yo no sepa?
Fray Josepho ya ha bajado 20 kilos, diecinueve, que son casi dos arrobas… Nada Crol con el mejor de los estilos y hace footing y otras cosas harto bobas.
Tus colegas, cancerberos intranquilos, verifican por la noche cómo sobas… Van detrás, con el mayor de los sigilos, a pillarte en la nevera, cuando robas.
Y es que, sólo de manduca y bastimento, se han ahorrado para el techo del convento, dos capillas y una cancha de deportes.
Si consigues aguantar con esa dieta y mantienes la boquita bien sujeta… Sorayita nos perdona los recortes.
Responde el fraile:
Le sobra a usted razón: estoy más flaco, a base de paseos y de dieta. Mis hábitos me han vuelto anacoreta: ni grasas, ni cervezas, ni tabaco.
Las lorzas las mandé a tomar por saco, y ahora luzco atlética silueta. Pero eso sí, mis dotes de poeta no paran de engordar, como un verraco.
Pues eso: que mi body pierde sebo, que estoy de buenorrón como un mancebo, y ahí tiene a mi Musa, tan rolliza.
En fin, Mesié, permita que concluya. (Mi Musa da recuerdos a la suya, perennemente enteca y enfermiza.)
Uno quisiera creer que estas mezquindades eran propias del siglo XIX, de los tiempos del Galdós de Miau y La de Bringas… pero pocas cosas han cambiado menos en la España del siglo XXI que la arbitrariedad de los poderosos.
Libéranos Señor de las destituciones fulminantes. Mantén a Tu rebaño a salvo de castigos ejemplares. Preserva de la cólera del tonto al hombre de la calle, y no nos desampares frente a tantos políticos cobardes.
No dejes que nos muerdan, no dejes que nos sangren los dientes de los déspotas de aldea, los ogros militantes, los buitres aferrados a la percha de cargos digitales.
Libéranos del miedo del inútil con grandes amistades, del pánico del mísero de espíritu metido a gobernante.
A Ti te lo pedimos humildemente, Padre, pues de estas mezquindades, en España, no queda a salvo nadie.